Hace ya algo más de 5 años, que estas Montañas de cronopios comenzaron a caminar por la bloguesfera. Semanas, meses, años en busca de letras, persiguiendo horizontes, conociendo nuevos amigos-as, unos face to face, otros a través del misterioso Internet. Noches solitarias frente a un teclado con la intención de mostrar y revivir las emociones, aprendiendo, creciendo, latiendo.
Desde hace unos días, que mi cabeza anda recordándome uno de los primeros textos que aparecieron por aqui en forma de cuento. Pero cuánta verdad encerraban sus entrelíneas y sus silencios.
Sencillamente quiero celebrar con todos-as vosotros-as, el blogtículo nº 300.. quizás por lo espartano ( y luchador ) del número, por la situación actual, porque seguimos luchando, porque sigamos luchando...porque si... !!!
GLADIATOR, el guerrero de la roca.
Una brisa templada y húmeda acariciaba la
piel de aquellos valles. Mi piel curtida por el paso del tiempo y por el frío,
me seguía recordando las diversas heridas que antiguas luchas y dolorosas
palabras habían dejado. Muchas batallas, algunas pérdidas, pocas ganadas, casi
ninguna ganada.
Nadie gana una batalla a pesar de poder
volver a dormir esa noche en tú propio lecho. Seguía agarrado a la roca...
Habíamos entrado en combate y pronto me di
cuenta que mi interés por la lucha era mínimo, ni siquiera la propia
supervivencia conseguiría que me mostrara más agresivo.
Sí, me gustaban las artes del combate, las
artes guerreras. El Maestro Sun Tzu dice : "En esencia, el Arte de la
Guerra es el Arte de la Vida".
Pero nada de nada el olor a rabia, a
sangre, y menos el de la mía.
Otro torneo, otra batalla. La gente gritaba
y aclamaba a los guerreros de la roca, les importaba bien poco las bajas, las
caídas, la ausencia de vida expirada en un santiamén. Los gladiadores de la
roca luchábamos entre nosotros sin importarnos razas, colores, religiones o
doctrinas (aunque éstas últimas fueran para todos la misma.)
El espectáculo estaba servido en cada
torneo, en cada reto, en cada línea.
Los guerreros de la roca llevábamos siglos
luchando. Una sibilina estrategia de las Sociedades Oscuras de Teredhan y los
Señores del Poder para mantenernos controlados
(y no éramos capaces de darnos cuenta hacia donde nos estaba conduciendo
aquella lucha entre nosotros ).
Adorábamos a los mismos Dioses, ( viento, libertad,
rocas, cimas, nieves..) pero sólo hacíamos que golpearnos, luchar sin piedad
entre nosotros mientras éramos jaleados por un público que nos gritaba y
alentaba ante la muerte de uno de los nuestros , al caer al vacío o al quedar
colgado de la pared con la cuerda alrededor del cuello.
Mientras los torneos existieran, los
Señores del Poder continuarían su expansión, su ansia de poseer y de dominar
las cordilleras, las cimas, cubriéndolas de extrañas torres metálicas y
robándoles su significado, su poesía, su lenguaje.
En medio de aquella tercera ronda, el
tercer combate, no sabíamos si ganábamos, si perdíamos ( qué perdíamos? ), el
calor de las luces, la aspereza de la roca, los gritos de la muchedumbre
pidiendo más dolor, harto, cansado, cubierto de arañazos, de sudor rancio, de
gotas de sangre putrefactada, lo decidí. Me esfumé.
No por arte de magia, sino por el arte del
engaño. Recordando las enseñanzas de Sun Tzu
me escapé. Desaparecí.
Decidí poner fin a tantos años de luchas contra
parabolíanos, siempre al lado de sus extraños aros metálicos y sus ruidosas máquinas.
Los valientes fisuranienses, tan característicos con sus vendajes para intentar
soportar mejor los arañazos de las rocas, y expertos en el manejo de extraños
artilugios.
Recuerdo a los artificialistas, delgados e
ingeniosos, de movimientos más lentos que el resto de combatientes, pero muy
hábiles en el manejo de pequeñas y afiladas armas con las que luchaban.
Incluso
el día que aparecieron los draytulineros, una raza de monjes llegados de la
zona de Antioquia, portaban unas extrañas suelas de pinchos manejadas con
destreza y con las que conseguían derribar al rival incluso boca abajo.
Los más valientes, sin duda, los
seres solitarios, buenos conocedores de sus límites, desnudos, no hay cuerda, no
artilugios, sólo claridad mental, meditación y la potencia de sus manos, mutadas
por el paso del tiempo y la mezcla de las razas, al servicio de la lucha y con
la única misión de no sucumbir ante el enemigo.
Durante un tiempo pude luchar al lado de
las tribus de las Grandes Montañas, pero arrastraban demasiados enseres encima,
demasiada carga si uno tiene la necesidad de iniciar una huida. Compartí cobijo
y comida con las razas del Sur, muy poco estilo en el arte del combate pero muy
decididos a la hora de progresar por los abismos de la Isla de los Estados.
Todo esto acabó para mí. No más luchas, no
más combates, no más sangre, no
más dolor.
Deseaba olvidar el ruido de los fisureros
obedientes, de los martillos golpeando los dedos del contrincante para evitar
que llegue a la cadena, de los Pulsar arrancando el último aliento de un
guerrero, de un amigo.
Conseguí aparcar esos recuerdos
redescubriendo otros sonidos, los que provenían de las tierras bajas, de los
senderos, de los arroyos y riachuelos y que durante tanto tiempo fueron
ahogados y silenciados por el deber y la obediencia a las armas y al arte de la
guerra.
Intenté
romper con todo lo anterior (hierros, armas, paredes y vacíos, hombres ,
guerreros de la roca ). Mi mente necesitaba vaciarse, recuperarse, volver a
llenarse de todo lo que mis doloridos sentidos pudieran percibir. Mi espíritu
deseaba saltar fuera de los límites que le marcaba mi cuerpo, y llegar a un
lugar desde el cual todo le fuera más ajeno y lejano. Ese lugar era el Bosque
de los Mitagos .
Un bosque apenas hollado por el hombre y
mucho más extenso de lo que marcan los mapas, y en donde sigue existiendo esa
magia primigenia que provoca que los sentidos recuperen su inocencia y su
significado.
Pero lo ajeno, el acero y los guerreros de
la roca parecían ser una constante en mi huida. Uno no puede pretender
desaparecer de una guerra sin más, dejar de luchar en el circo de la roca,
siempre hay gente dispuesta que pretende obligarnos a acatar las reglas de la
guerra o de la paz.
Los tentáculos de la sociedad son largos y
numerosos, y al igual que con algunos animales, no basta con cortarlos, vuelven
a crecer.
La guardia del gobernador de Eder Kemo me
buscaba. Había sido el único capaz de abandonar el Gran torneo, la gran
batalla, era un deshonor y una afrenta abandonar la Gran pared, la lucha,
renunciar a la cima, a la conquista, la cercana victoria.
Las palabras no iban a servir de nada, se
acercaban, la seguridad en mi era total. Mi cuerpo se movía mecánicamente sin
la menor duda, mis ojos cerrados y cubiertos con una capa de cera y tapados con
una venda, me indicaban de forma instintiva como moverme en el más absoluto
silencio, no existía el pensamiento, había aprendido a vaciar mi mente.
Todo surgió sin previo aviso, sin
conciencia, como en el pasado, otra escaramuza, otra vez la lucha, el ruido de
la batalla, más guerrero de la roca,
zzaaaaasssssss...!!! De nuevo me
pregunté: “Qué hago yo en medio de esta guerra...?” No quiero ni puedo seguir.
En un descuido de mis atacantes, vuelvo a
huir, con fuerza, con rabia, con otros arañazos, otras heridas, más nuevas pero
igual de dolorosas.
No vuelvo la cabeza.
Llego a mi Bosque, mi refugio, mi casa, mi
alma.
Ellos siguen enviando más esbirros, a los
hijos de los hijos, a otros guerreros. Es difícil que se acerquen. La leyenda
sobre el bosque asusta a las razas de la roca, a los hombres del vacío, ellos
siguen sus torneos, sus luchas en la vertical.
Sé que para algunos soy el espíritu que
camina, aquél que huyó del plano vertical y se busca a sí mismo en la temida
dimensión horizontal, para algunos debo de tener hasta un aspecto monstruoso.
Tantos años de luchas, de batallas, dejan marcas, huellas difíciles de
entender.
Su imaginación no deja de ser bastante
desbordada.
Después de aquella primera escaramuza no
volví a recoger mi arnés ni algunos de los artilugios que perdí en la lucha.
Dejarlos en aquél lugar era como un símbolo a partir del cual todo empezaba de
nuevo. Comenzó por la desgracia, ya que una vieja herida me iba a dejar
inutilizado un brazo durante un largo tiempo, pero no iba a poder con mi fuerza
mental. Tantos años realizando ejercicios de imaginería Zen iban a dar sus
frutos.
Volví a por algunos utensilios. Viejas cuerdas
y anillos metálicos, un descolorido y maltrecho escudo, un colgante de amatista
que me ofreció un viejo sabio como amuleto de protección y sabiduría.
Ya había probado el sabor de la sangre, de
la adrenalina segregada al estar colgado del vacío mientras esquivaba la
afilada hoja del arma de un draytulinero, de la sensación de estar colgado de
las yemas de los dedos sin encontrar como seguir avanzando en aquél laberinto
de movimientos, de texturas ásperas de rocas y nieves. No sé si volveré, pero en cualquier caso,
yo elegiré el momento.
Soy consciente de que ya no me queda mucho
tiempo, pero tampoco tengo prisa. Miro mis manos, su temblor, su piel, sus
marcas. Unas manos conmovidas por la forma de las rocas y de su piel. Vacías
sin ellas, sin un otoño lleno de colores.
Unas manos surcadas por el dolor que causa
el paso del tiempo, que sé que no se cansarán de recorrer y aprender de su cuerpo,
de ese calcáreo antiguo como la vida, testimonio de tantos y tantos amaneceres.
Y sé, que de alguna forma, siempre
estaré cerca de ese mundo lleno de
grises y fríos en el que la raza de los hombres tienen prohibida su entrada, y
en donde el que lo quiera intentar, deberá entrar sin prejuicios, sin miedos y
ligero de equipaje.
FIN
(y principio...)
PD.- Photos 3 y 4 San Google.
Gracias a todos-as aquellos-as con los que he compartido, cuerda, risas, abrazos, lecturas, enfados, montañas, sueños...